domingo, diciembre 02, 2012

Cuento: "Las vidas"

La vida es tan bella a esta edad. Ya pasé la niñez, en la que la consciencia no existe conscientemente, ya pasé la pubertad, época en la que todavía eres un niño para hacer cosas de adultos, pero ya eres adulto como para hacer cosas de niños, terminé la adolescencia y ya soy, como dice la sociedad, 'un adulto joven'. Lo que los psicólogos llaman la juventud plena.

Crecí siendo un crédulo e inocente niño, al que le robaban sus juguetes diciéndome que era un 'préstamo'. Querido por los profesores, amante de la naturaleza. En mi primaria fui inteligente por naturaleza, pero jamás le hallé gusto a la escuela, aunque, fui abanderado en esa etapa. Al seguir creciendo me hice 'el chistoso' y me adaptaba en general en cualquier grupo. Crecí casi autodidacta, y siempre se me inculcó el respeto hacia todo, la educación hacia todos y la convicción en todo. Me emborraché muchas veces, me enamoré más veces, tuve sexo e hice el amor. Estudié por encanto al aprendizaje, no por gusto a lo que estudiaba. Me peleé con amigos y me reventé los labios y los nudillos muchas veces. Trabajé como vacacionista en un par de ocasciones. Me hice de mi propia idea de qué es Dios. Todo eso me hizo el muchacho que soy hoy.

Esta es mi vida, es lo que soy, lo que quiero, lo que tengo.

Hoy, mi enamorada me llama para ir al cumpleaños de su mejor amiga. ¿cómo negarme?. Sé que me espera mucha cerveza, un poco de tabaco, buena música y, quizá, una noche alocada.

En fin, no les cuento los detalles, pero sí les digo fue un lujo de noche, un buen cumpleaños. De todas maneras ya era hora de irnos... irnos al puerto, en el interior del país, a seguir con el festejo. No sé ustedes, pero yo siento que en el mar todo parece ser más calmado, incluso las ideas tienen cierta tranquilidad exclusiva de esa área salitrosa y arenosa.

A los días regresé al apartamento, me cociné algo para cenar con mi novia. Nos fuimos a la cama, nos acostamos, nos amamos, nos desvelamos y luego nos dormimos... pasó la noche, la madrugada y la mañana.

Al otro día abrí los ojos y ahí estaba mi hijo Julio, de unos 50 años ya. Acompañándome en mi supuesta agonía, en la incómoda camilla del sanatorio de algún lugar que no recuerdo. Siempre me platicaba de su familia, de mis nietos, de mi nuera, de gente que no conocía o que había olvidado, y es que en realidad aún no decido quién soy de verdad, qué es real y qué es un sueño. Porque ahí estaba yo, de 96 años de edad, comiendo gelatina y esperando mi muerte, olvidado de todo, sin saber nada sin poder decidir qué vida vivir.