El aire frío impregnado con esencia a tierra y musgo inundó de golpe mi cuerpo, salí pronto del edificio para apurar el paso, un pie tras otro, un milagro del ritmo y la sincronía de cartílagos, tendones, tuberías y carnes y huesos. A caminar a casa bajo una discreta pero exhaustiva mezcla de neblina y viento, la más fina lluvia puede aplastarlo a uno dado el suficiente tiempo.
Cuarenta minutos de locomoción, un cielo que se ennegrecía aún más, capas y capas de nubes como oscuridad material obstruyendo estrellas, una lluvia que empapaba los pelos de las cejas y los antebrazos, y una capa gruesa fluida crecía con cada gota de sudor sobre la piel del pecho y la espalda. Punzante convergencia del calor interno chocando contra el enfriamiento externo.
Sombras, humedad, hastío.
Entré a casa sin la consciencia de lo que crecía en mi interior, abriéndose brecha, equivocado con el frío y el agua de la noche negra.
Me senté entre humos y luz tibia a estallar en llanto creciente y desconsolado, reminiscencia de otras vidas, dolorido como no ocurría desde la niñez.
Ya no están, han partido a otros planos, lupus, gallus.
Adiós.