domingo, agosto 07, 2022

Cuento:"Esporas y polen".

Este es un transcrito que encontré hace unos días y dejo esta entrada en medio del pánico que representa su hallazgo y su veracidad. 

Biotopo protegido, Petén, Guatemala

Mis circunstancias me limitan, y escribir el siguiente relato es el último acto que podré ejecutar. Es un detalle de sucesos, así como una memoria de lo que está por venir. Sean prudentes y terminen la lectura hasta el último punto, ya que su vida jamás será igual al concluir el texto.

En mi labor como odontólogo he asistido a innumerables comunidades para atender personas en sitios remotos y fui llamado con urgencia a este territorio para proveer alivio a un padecimiento que estaba dañando la dentadura de los trabajadores del lugar.

Este sitio es una reserva privada para protección e investigación de la flora y su conservación, se me informó que el proyecto principal consistía en la creación de un bosque productor de alimentos en un sitio arrasado por un antiguo intento de minería; entre los trabajadores había profesionales devotos que llevaban varios años en el área.

Durante las llamadas telefónicas solicitando mi ayuda, se me informó que había lesiones en boca que impedían comer, que se financiaría todo mi transporte, viáticos y honorarios por adelantado, ya que la forma de llegar era muy compleja y que iba a requerir varias horas de caminata en medio de la selva, pero que iba a recibir un acompañamiento desde la ciudad capital hasta San Benito Petén, donde otro transporte me conduciría hacia el inicio de los senderos, donde un grupo de trabajadores me acompañaría con mi equipo hasta la base de operaciones de la reserva, lugar en el que ya habría un área para instalar el consultorio móvil y ubicar mi estadía por una semana.

Desde la ciudad el viaje fue estándar pero llegamos entrada la noche a San Benito, por lo que dormí todo el camino de noche desde San Benito hasta la entrada a la reserva en donde me despertó el amanecer, «en diez llegamos» me dijeron. 

Esperamos  durante una hora al personal de la reserva que me recibiría pero nunca llegaron por mí; el piloto me ofreció regresar a San Benito con él, pero la fuerza del compromiso por el dinero ya recibido me motivó a cargar todo por mi cuenta y seguir por en solitario el sendero relativamente claro, «ahí no hay pierde si sigue la ruta, pero se va cansar con todo eso, cuídese, buen día» fueron las últimas palabras que escuché. No tenía electricidad ni comunicación.

Una buena caminata en una reserva era una idea hermosa que me ilusionó bastante, llevaba lo suficiente y tardé 7 horas en llegar a un enorme montículo con muestras de una rústica urbanidad. No había cables ni torres ni antenas. La ruta era clarísima pero la carga fue dura, calculo que recorrí entre 12 a 15 kilómetros entre la selva caliente. Por momentos el pánico de hallarme perdido me atrapaba, la ansiedad que genera lo desconocido en soledad acechaba mi mente y corazón. 

Poco antes de las 15 hrs llegué a un inmueble sencillo, las puertas estaban cerradas y había cinta amarilla indicando restricción para su ingreso. Los sonidos que abundaban tenían poca relación con la humanidad, había alaridos y zumbidos pero entre todo resaltaba un familiar sonido motorizado: quizá un compresor de aire, quizá un generador eléctrico o una bomba para agua. Superando una prudente espera, después de haber amontonado mis pertenencias frente a la puerta, decidí acercarme al sonido motorizado.

El terror hondo y el miedo material recorrieron mis vísceras: a través de la ventana vi cuatro cuerpos humanos de los que emergían estructuras fálicas con sensación vegetal. Emergían desde su boca, como obeliscos blancos, polvosos, que se adelgazaban hasta terminar en una redondez de la que manaba una ligera brisa blanquecina, opaca. Escuché un balbuceo cercano, una boca llena intentaba pronunciar mi nombre, el motor lejano se detuvo y pude ubicar la voz. 

Una joven bióloga explicó precariamente la situación, la vi morir frente a mis ojos y conforme pasaron los días, también salió de su boca un cuerpo reproductor, un micelio aéreo.

Escribo esto porque he llegado a mis últimos días. Siento crecer dentro de mí al hongo y debo saltarme los detalles de mi relato, debo adelantarme en mi narración, presiento mi fin, es indispensable que deje por escrito los detalles que me informó la bióloga:

Se estudiaba la red subterránea de micelios de la región para poder planificar el crecimiento de un bosque de alimentos resiliente a incendios y a la falta prolongada de luz solar. Se descubrieron organelos únicos que modificaban a voluntad el material genético de las hifas fúngicas, que adaptaba su metabolismo para mantenerse vivo pero también para 'conservar' la diversidad biológica de moléculas orgánicas del suelo y la 'suspención reversible' de los procesos vitales de otros organismos y semillas presentes. 

Lesiones bucales aparecieron en todos los empleados y en un periodo de 10 días aparecieron signos psiquiátricos y parálisis corporal. Nadie pudo avisarme y pocos pudieron mantener la agudeza cognitiva para registrar los sucesos. Se sospecha que el hongo ha tomado control del cuerpo y mente humanos. 

He podido recolectar todos los datos en el disco duro que dejo con esta libreta. Toda instalación está sellada ya pero sospecho que la espora ha viajado ya muy lejos en el bosque y este hallazgo debe tomarse como confirmación de infección. 

El hongo ha paralizado ya casi todo mi cuerpo y mi mente recibe desde hace días el incesante diálogo de la mente fúngica. Me habla de soluciones, me habla del cosmos y me habla de la interconexión que tenemos. Su postura es impecable y es un organismo ancestral y con suprema inteligencia. Mi deceso es voluntario.

Solo debo advertir que no es así para todos, y que muchas de estas personas, ya incorporadas al micelio, sufrieron enormemente. Ya no sé distinguir si estas palabras son mías o son el hongo. Pero debo admitir que es un hermoso pánico sentir de esta forma la biósfera y sentirse extendido y libre. 

El hongo planea extenderse y casi toda forma de vida está interesada en colaborar con el micelio. El avance es inevitable y al colectivo humano se le presenta la decisión de incorporarse, renunciado a la propia humanidad, o a alienarse y escapar del planeta.

martes, febrero 15, 2022

Anécdota: "La Soledad".

Éramos jóvenes en esa época, somos jóvenes, pero en ese entonces no nos concebíamos como tales a nosotros mismos. Un gran amigo de senderos y batallas me guiaría, en unas horas, por los caminos de tierra y bosque, ascender un antiguo volcán me daba la ilusión de alegría y hasta nostalgia mística. 

Repasaba con ahínco las instruciones aprendidas para empacar recursos, alimentos y equipo en mi mochila. Un proceso meticuloso de bolsas, cremalleras, conteos y listados que culminan usualmente en una certeza imposible de completar. Una duda nerviosa donde se evidencia el poco alcance que tiene la materia, solo la mente y las emociones se extienden en el tiempo y tratan de formar predicciones par las cuales estar preparados. 

Yo conduje hasta esa peculiar aldea: La Soledad. Animados por la alegría de un ascenso nos gozamos una ruta larga y amena que lentamente se nublaba de chubascos premonitorios de lo que vendría. Era un presagio que años después me retumba en el tórax y me recuerda la minúscula resistencia y poder que uno almacena con la mundana vida urbana pero que me sigue inspirando a prepararse, fortalecerse, acuerparse de aliados y de poder.

La tarde oscurecía y prontamente las primeras gotas saludaron desde los cielos, caían como flotando relajadas pero indetenibles. Nos despedíamos del Sol. La caminata daba inicio en el ruidoso silencio que nace al llover. El más cansado anochecer cuesta arriba y las interminables pero hermosas horas de pasear a oscuras, mojado y sonriente hacia una cumbre que también se erguía hacia adentro de uno.

En la primera hora perdimos todo rastro del astro mayor y ya se habían formado corrientes de agua atravesando las plantaciones y entrando a través los pliegues de las botas y los ruedos del pantalón, arrastrando ramas y lodo. Sacamos las capas de nailon y continuamos gustosos la travesía con el recibimiento del agua bendita. 

Adentramos nuestros instintos en el espesor boscoso y atrás nos observaban, distantes, las luces pueblerinas. Vapor se condensaba con cada exhalación iluminada por la blancura de la luz artificial que llevábamos en nuestras frentes. Las capas escurrían chorros de agua y se acompasaba la lluvia con el coro de insectos indefinidos alabando la noche, mientras los sonidos urbanos se hacían cada vez más lejanos.

Conforme subíamos, el sudor nos mojaba desde adentro hasta que parecía inútil tener una capa encima, ya todo estaba mojado a profundidad, no descansamos en ningún momento, no hubo miradores, ni bocadillos, ningún techo seco, solo maleza, lodo y agua inagotable. Todo iba lentamente fatigando las fibras del cuerpo, se inflaman los hombros y las rodillas, la piel se arruga y se respira por la boca. Íbamos ya sin palabras poco más de la mitad del recorrido. 

Una mezcla inexplicable de calor intenso junto al frío gravísimo se apoderaba de la piel y los órganos internos, aún manteníamos la esperanza del cese de aquella lluvia ligera pero incansable. Cada metro hacia arriba aligeraba el grosor de cada gota, eso nos esperanzaba. Pero los árboles empezaron a escasear y así fue mermando la protección contra el viento, cada metro hacia arriba traía más frío y más ventisca, cada vez más veloz.

Llegamos a un área mística, nublada, nebulosa, neblina gris tupida y densa, casi libre de lluvia pero inmensamente más húmeda, nos mojamos el alma, estábamos atravesando las nubes que nos acompañaron desde las faldas. Finalmente superamos el techo de las nubes y la lluvia desapareció, y junto con ella, los árboles. Todo se hizo matorrales brillantes y hermosos, el lodo terminaba y ya solo nos acompañaba el canto silbador del viento crudo y aplastante que nos hundía más. 

El cuerpo molido ya solo se movía por la voluntad, pero ese viento terminó de erosionar la última resistencia mental. 

Hay un alivio doloroso en el que se monta la tienda para acampar, una incómoda impaciencia intenta apoderarse de uno pero no hay que dejarla en control. Poco más de una hora antes de la medianoche logramos secar nuestra piel, abrigarnos y dormir. 

Una semana agripado, dolorido y sin querer saber nada sel tema. Pero años después sigo sacándole provecho y siguen derivando enseñanzas de aquella caminata de poder.