lunes, enero 14, 2013

Cuento: "Navegante" (Segunda Narración)

En puerto real, la tormenta había dejado escombros en cada rincón, escombros físicos y psicológicos en todo el pueblo, un pueblo antes espléndido ahora se basaba en tristeza y llanto.

Hice lo posible para acercarme a la costa y ayudar a la muchacha a bajar de mi bote, quien me hizo prometer regresar por ella, para navegar lejos. Le dije que haría lo posible, pero también le mencioné que tenía trabajo y demás cosas qué hacer para ganarme la vida. Se lo dije con ese tono de 'quiero quedarme contigo, pero perdí la pasión de vivir'. Y al voltear a verla, noté que sus ojos tenían esa incandescencia que no observaba en mí desde hace varios meses, la vi con las manos apretadas, como con furia, y su voz, que con un tono quijotesco de convicción y pureza rayando en locura, me dijo '¿Acaso no tienes ya la vida, por qué debes ganártela?'.

Me quedé con muchas palabras por decir, pero totalmente desarticuladas, sin sentido gramatical posible de ordenar, pero completamente lleno de sentido en mi mente. Me despedí besando su mano izquierda, a nivel del hueso navicular (o escafoides), rozando el lunate y sosteniendo el pisiforme. No dije más.

De regreso, noté los restos de los naufragios, que estaban esparcidos o desaparecidos o rotos.

Continué pensando en esa frase, ya tenía la vida... Llegué al muelle de mi casa, o mejor dicho, no llegué al muelle de mi casa, debido a que la tormenta lo había hundido todo. Tomé un vaso de ron y me dormí sin pensar en nada más, ya estaba dicho, regresaría a puerto real y me iría con la muchacha a pescar, estaría con ella y conocería nuevas aguas para encontrar peces. Y así fue.

Su nombre era Sara, sabía que amaba el mar, el viento, la sal, y en algún punto, amaba los pies descalzos sobre playas arenosas. Uno de esos espíritus libres que irradia amor a la vida. Fue por ella que aprendí a disfrutar de todo lo que una sola persona tiene para ofrecer, más allá de riquezas y conocimientos, me ofreció ese algo que no se puede (o no puedo yo) plasmar en esta burda redacción, ese algo que se vive pero no se explica (y por lo tanto, no pidan explicaciones).

Pasamos casi un año viajando, cada día más lejos, tan lejos... que terminamos en un paraje extraviado en el fin del mundo, a día y medio de navegar, un pueblo recóndito, insípido, ignorante, atrasado... pero tan cálido que me sentí en un hogar. Esa noche los habitantes nos recibieron como regalos del cielo, con su rústico español nos dieron la bienvenida, nos ofrecieron alimentos, alegría y comodidad. Al amanecer del siguiente día, yo permanecía con Sara, sentados en la playa, sin hablarnos... abrazados vimos los miles de destellos que el mar reflejaba desde un Sol inmaduro que terminaba de cortejar a la Luna, y nos daba un espectáculo natural bellísimo. Nosotros nos observábamos, nos decíamos todo con las miradas, con los labios, pero ninguno de los dos nos atrevimos a nada más. Nos enamorábamos en silencio y con ese miedo de el amor puro... desde ese instante nos dejamos de hablar.

Pasado un día navegando de regreso a puerto real, la tensión continuaba, nuestras bocas permanecían silenciosas, nuestras miradas eufóricas, tan cercanos, pero tan lejos el uno del otro.

Al fin llegamos a puerto real, no amarré mi bote, sólo lo detuve, me dirigí hacia Sara, la tomé de las manos, la vi a los ojos, me acerqué a ella, así fue como sus ojos se cerraron, se aceleró su respiración, zafó sus manos de las mías, acaricié su rostro y en ese momento, en ese momento tan cercano, ella volteó, saltó al muelle y corrió lejos.

Volví a casa y dormí sin más qué pensar que en ella.

Desperté con el mismo pensamiento (ella), me apresuré a navegar hacia puerto real, la esperé hasta media noche, regresé a casa y dormí sin más qué pensar que en ella. Y esto se repetía cada día, su ausencia y mi dedicación. Ella había desaparecido y yo parecía desaparecer también.

lunes, enero 07, 2013

Cuento: "Navegante" (Primera Narración)

En una antigua tierra regida por una monarquía exquisita en amor y justicia, vivía un joven navegante, principiante e inexperto en la materia, pero lleno de entusiasmo por la vida en el mar. Vivía de la pesca día a día, a pesar de los malos días y a pesar de los pésimos, y aunque no lo crean, a pesar de los días que ni pescaba. Esto, porque en sus ratos libres transportaba personas de puerto en puerto, de playa en playa y de costa en costa, o bien, de playa a costa, o de costa a puerto, o de puerto a playa, y así todas las posibilidades este navegante se las manejaba.

Y fue este ocio cual oficio el que lo llevó a vivir la historia que estoy a punto de narrar.

Después de casi dos semanas de mala pesca, el navegante decidió quedarse en el puerto en que solía dejar su bote en lugar de salir a pescar. No pensaba en hacer negocio ese día, simplemente quería descansar su mente de toda la mala fortuna salitrosa que había vivido en los últimos días. Se quedó meditando y pensando en sus difuntos padres, recordando su infancia y haciendo las cuentas sobre los gastos por hacer, la comida, la ropa, el ron, la música, y todo eso que necesita un navegante para vivir. Esa misma tarde, cuando el Sol incendiaba las nubes, en ese momento en que el navegante terminaba de divagar en su mente, en el momento en que el mar se torna rojo y la marea parece eterna, en ese momento llegó un cliente.

Una muchacha aparentemente pobre, con ropas enlodadas hasta por la superficie interna, me atrevería a decir que tenía lodo hasta debajo de la lengua, pero mejor no, no me atrevo a afirmar eso. Una muchacha de ojos negros, cabellos aún más negros, piel bronceada, aunque, se notaba, sumamente delicada, además de estar aún más enlodada que sus ropas. Esta muchacha, agitada se me acercó con un aire de desesperación y pena.

- ¡Lléveme a puerto real!
- Buenas tardes señorita, no estoy llevando gente, pregunte a otro bote.
- No hay más botes.

Volteé a mi alrededor, y en efecto, era el único navegante con bote amarrado a muelle, al parecer, una gran tormenta se avecinaba y todos habían amarrado en muelles más seguros, pero yo estaba entretenido en mi romanticismo del ocaso de mi vida, digo, de ese día y jamás noté la tormenta acercándose. De cualquier modo, accedí a llevar a la muchacha a puerto real, ya que ofrecía pagarme bien, y personalmente no me importaba qué fuera a hacer al puerto de la ciudadela real, la paga era buena y no tenía nada mejor qué hacer.

Después de 5 minutos de viaje, era evidente que la muchacha jamás había subido a un bote, sentido la brisa marina ni dormido en al menos tres días. Puerto real quedaba a una hora navegando a través del estrecho, que en tiempo normal es completamente inocuo para todos, pero con la tormenta que arreciaba a cada segundo, nuestras vidas se veían en gran peligro. La joven muchacha, aunque quizá no más joven que yo, yacía profundamente dormida, inconsciente, casi en estado comatoso en la cubierta (claro, como si fuera un navío gigantesco) de mi bote. Decidí amarrar en un puerto privado, esperando que los señores de la casa nos proveyeran cobijo y calor para pasar la tormenta.

Anclé el bote, lo dejé en manos de Dios, desperté a la muchacha y nos dirigimos al pórtico de la casa, que por cierto era sumamente elegante, aunque notoriamente descuidada, y peor aún (o tal vez, mejor aún) deshabitada, al menos por esa noche. Entramos sin permiso, encendimos la leña de la chimenea, tomamos prestados unos abrigos y pasamos la noche. (Y disculpen mi abuso de párrafos cortos)

Hablamos y hablamos toda esa noche, mientras la tormenta inundaba la bahía, botaba palmeras y azotaba la casa, nosotros conversábamos, o más bien, yo narraba viajes y ella escuchaba cual nieta de 4 años cautivada por las historias del abuelo. Nos conectamos como si fuéramos viejos amigos de franca amistad. Sin embargo, nunca pregunté su nombre, su edad, su procedencia ni sus motivos, pero lo que sí llegué a saber con exactitud, certeza y plenitud es que ella quería saber del mundo, quería navegar más, quería vivir lejos, sentir nuevas formas de libertad, conocer parajes y horizontes, puestas de Sol y Lunas a medianoche.

A la mañana siguiente había pasado el bramido de la naturaleza hecho tormenta, salimos y todo parecía nuevo, el bote seguía amarrado, aunque parte del muelle ya no existía en ese mismo espacio. Incluso la casa parecía más limpia. En fin, al estar desamarrando el bote y buscar posibles daños, noté que la muchacha dejó una nota y monedas en el buzón, supongo que a modo de agradecimiento anónimo por la estadía y resguardo esa noche.

Zarpamos a puerto real.