martes, diciembre 04, 2018

Relato: "Experiencia de despedida".

Es mañana no fumé ni un pipazo, solo me sorbí como mejillones unas cubatas exhaustas y viejas, tibias. A medida que se vaciaba mi habitación, se sorbían las cubatas, mordisqueaba unos bananos y se llenaban las maletas y la mochila. La otra mitad de pertenencias las dejaba en la habitación vecina, del señor vecino.

Permiso, solo le dejo estas cosas mi buen, la guitarra, la lámpara de mesa y las almohadas, por estas cosas regreso. Lo demás se lo regalo. El vecino, al oírme salió, como despertando, de su absorción diazepámica, y simulando un gesto de ayuda me dejó pasar a sembrar en un rincon mis pertenencias. 

¿A qué hora se va mi buen? — me preguntó.
Ya en una hora don Edgar. — respondí entre labios torpes de ron.
Ah mire mi buen que me quedo triste — me tartamudeó mientras buscaba algo en la repisa más cercana.

Yo empezaba a tener la premonición de lágrimas y mocos y quedé en silencio saboreando la cubata y buscando el puro.

Se voltea mi vecino, sonriente y aliviado, extiende su brazo y su mano empuñada con el dorso hacia arriba, gesto incuestionable que se responde abriendo la palma de la mano propia debajo del puño ajeno. Recibo con gusto 10 mg de diazepam y 5 de lorazepam. Y mientras recibía en mi palma las pastas, con mi izquierda hallaba el puro que había conservado para despedirme.

Pasamos a mi habitación: quedaban las camas, las mesas, la tele, dos maletas y una mochila. Quedaban cientos de fantasmas humanos y animales. Quedaban las vibras resonando energéticamente. Un último sorbo de ron con pastas y un cerillo que usaba mi vecino para encender el puro. Una charla de adioses y las lágrimas y los mocos entre el humo y las nubes del cielo que fueron esos meses en el lago.

viernes, junio 15, 2018

Texto: "Descripción de un hombre a la luz de un discreto bombillo incandescente".

Es un hombre de mediana edad, cincuenta y tantos. Su semblante, de lejos, no aporta nada inusual, quizá un hálito informal, entre aburrido o totalmente atento, distinción imposible de efectuar. Anormalmente rasusado pero poco prolijo muestra los tercios inferiores de su rostro iluminados por la discreta bombilla incandescente: menton cuadrado poco prominente, bien mezclado con su continuación mandibular, unos labios resecos con parches blancos y rojos, casi queratosos. Un filtrum sudoroso, al igual que su gorda nariz, que demuestra haber crecido por más tiempo y a mayor ritmo que los demás componentes faciales. Sus pómulos aceitunados, alcohólicos y con un toque a lenteja, resaltan únicamente gracias a las, por poco, invisibles lágrimas que vertían las glándulas cercanas al globo ocular, los cuales descansaban a la sombra del gorro policiaco que impedía la llegada fotónica del discreto bombillo incandescente.

La mediana edad del hombre se recomocía bien en ese rostro de berengena, pero era su cuerpo el que confirmaba su transcurrido a través del tiempo en un viaje sin reversa o retorno. Sin embargo, ninguna cualidad corpórea descriptible, o si quiera perceptible, podría condensarse acá para justificar los cincuenta y tantos años del hombre de sombrero policíaco. Aunque bien hago al decir que su vestimenta nada tenía de policiaco, la cual recordaba más a algún electricista o tecnico de aire acondicionado. Sin embsrgo, se sabe que la vestimenta era por su naturaleza ecléctica y su gusto por la imitación. 

En sus manos poseía un único objeto que será descrito posteriormente. Ahora nos compete descubrir lo que sostiene en su mano vacía ( la derecha ). De acuerdo a un exhaustivo análisis de su olor físico (salado, a tierra y con fragmentos de pan tostado y cabello quemado hace unos minutos por usar un encendedor queriendo compensar la escasez luminosa del discreto bombillo incandescente), de sus iris oculares, y de sus ritmos espiratirios pueden ser tres los candidatos sostenidos por su vacía mano: 1) produnda melancolía de veinticinco años reposada, 2) secreciones nasales mixtas, 3) el apego hacia una mascota, quizá un loro, extraviado en un tren tomado hace cuatro quincenas.

El hombre pisaba el suelo recargando un porcentaje mayor de su peso en su pierna izquierda, hábito antiguo acentuado por una hernia lumbar leve desarrollada el año pasado al cargar una preocupación magnánima, quiza asociada a su melancolía reposada por veinticinco años. 

El calzado que vestía no lo vestía.

En su otra mano llevaba una marchita flor no identificable, muy mal conservada, maloliente de cierta manera. Único elemento inexplicable de su constitución. 

martes, enero 09, 2018

Relato: "Ave".

Un ave posada en el extremo firme de una lánguida y difuminada rama cantó algunas notas irregulares, un tono complejo pero cargado gravemente con densas matices desesperadas. Aleteó fuertemente sin soltar el extremo firme de la torcida madera, doblándola en sentido opuesto a la que el viento ya forzaba la dirección de la crujiente rama.

El ave repitió el canto, repitió el aleteo y al quinto intento, cuando más simulaba soltarse de la rama y fluir con la voluntad de la niebla y el viento, se detuvo en un paroxístico arrebato de quietud y templanza. Estoica, el ave, en la irregular rama, quedó inmóvil, en silencio preternatural.

La rama pertenecía a un árbol de hábito otoñal, sin hojas, azulado, mate y opaco; con impresión triste, como abandonado por todo, inmerso en una solitud involuntaria, muerto para el ojo no entrenado. Plagado de texturas inexplicables, extrañamente móviles, una madera que parecía esponjosa y húmeda pero metálica y pulida también. Tapizado de daños animales, golpes climáticos, furias fúngicas y cicatrices cósmicas.

La vacuidad del cuadro donde yacía plasmada la fractalidad del otoño, del árbol y el ave me hizo entender, a modo de reflejo: un espejo pintado hace mucho tiempo, que esa vacuidad era yo. Una sensación presente que se manifestaba a través de estas herramientas conductoras de la mente que impregnaban la pintura.